La muerte en una carreta (Delegación Santa Anita)

En Santa Anita, hay personas que ven una carreta llena de muertos, y eso las asusta mucho. Es que no es para menos, y ya veremos porque.

Cuentan las personas que Felipe Gutiérrez Calderón, cuando era niño padeció un extraño mal: no podía conciliar el sueño. Vivía con su familia a mediados del siglo pasado, por la calle Colon y el origen de su mal, eran los sustos nocturno que se llevaba cuando al querer conciliar el sueño, escuchaba una carreta transitar por la calle rumbo al panteón.

Se lo dijo a sus padres pero no le creyeron. Su hermano José, más grande que Felipe, lo acompaño a dormir, una noche de aquellas de insomnio y a José también se le fue sueño,  pues José contó que a esa misma, decía Felipe su hermano, se escucharon en la calle ruidos de carreta. Valiente José se acercó a la cama de su hermano y lo halló despierto y temblando de miedo, y para calmarlo le dijo:

“No temas hermano, no es nada, ven conmigo, acércate a la ventana para que veas que tengo razón”, y a continuación José abrió la ventana, y vio lo que su hermano decía, y lo que vio, jamás lo olvido: una peregrinación de frailes, ninguno conocido, todos encapuchados, con una vela en la mano y balbuceando responsos. Delante de ellos, cuatro caballos jalaban un carromato y en él, apilados yacían hombres y mujeres en estado agónico y quejumbroso.

La terrible visión hizo que José todo nervioso, cerrada de un golpe la ventana y se fuera a refugiar con su hermano. Ya no era uno, eran dos los insomnes en esa casa, los padres los mandaron a dormir a otra recamara de adentro que no diera a la calle, y no volvieron a escuchar los ruidos.

Dicen los que saben, que por las noches la calle Colón se mira sola y triste, porque sus habitantes se recogen temprano. No desean ver ni oír el rechinar del lastimero galerín, ni saber de rezos de monjes, por más indulgencias que esto traiga. Desde entonces nadie se asoma por las noches en la calle... no vaya siendo.

Son almas que sufren, dicen los padres, porque en la epidemia de influenza de tiempos de la Revolución, los sepultureros enterraban a muertos y vivos: a los primeros porque, ya a que le tiraban, estaba bien tiesos, no había remedio, ni un rayo de esperanza, y a los segundos para que no siguieran contagiando su mal. En fosa común, vivos y muertos era un solo conglomerado. Lo hacían así para que ya no siguiera avanzando la pandemia. Para que se detuviera la peste.

Se cuenta que los vivos que iban en el carricoche de la muerte, pedían un atole para su hambre y el que iba en el pescante les decía “que atolito, ni que atolito ¡Sepultura, dijo el cura!”